Sigo
tirada en el sillón. Bebo un poco de agua mineral que está sobre la mesa
mientras mi jaqueca va in crescendo. Tengo
la fuerte sensación de que no he encontrado al joven correcto, si me preguntan
la causa, no sabría responder. Es como algo sobreentendido. Existe algo que no
entiendo aún así, y es que no puedo comprender por qué no olvido a aquel
muchacho, sí, ese muchacho precisamente. Ya son las nueve de mi modesto reloj made in China, lleno de polvo
entremetido imposible de sacar con el más fino de los paños. Alguien desliza el
cucharón por las cacerolas, lo sé porque lo oigo desde el living.
Al agua mineral se le fué el gas, lo bueno es
que no me voy a hinchar como cuando me dan ganas de tomar leche. Claro, soy un
poco intolerante a la lactosa, aunque creo que todos tenemos un poco de eso.
Agradezco no ser celiaca, porque me encanta el pan sobretodo las marraquetas de
la vuelta, donde la tarro de piedra.
Había
llegado a pensar que como había entrado a la Universidad mi vida cambiaría,
quizá tener más vida social, una época de Pericles para mí. Pero es igual que
en la media, sin guerras con bolas ensalivadas, sin mujerzuelas sobre la mesa a
pesar de todo. No me gustaba ir al colegio, puta que no me gustaba, el timbre
me hacía tiritar y no se lo contaba a nadie. Por ahora azotaré los pies sobre
la cerámica, cada baldosa guarece en sus bajorrelieves mucha mugre paleolítica. Está helado como
piedra.
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